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Demoler el ídolo



Fragmento de El verdadero jardín nunca es verde, de Nicola Costantino




“El conjunto ‘Maestro/discípulo’ no está en modo alguno limitado a los ámbitos de la religión, la filosofía o la literatura. No se circunscribe al lenguaje y al texto, es un hecho de la vida entre generaciones. Es inherente a toda formación y transmisión, ya sea en las artes, en la música, en las artesanías, en las ciencias, en el deporte o en la profesión militar. Los impulsos hacia la fidelidad amorosa, la confianza, la seducción y la traición son parte integrante del proceso de la enseñanza y el aprendizaje. El eros del aprendizaje, la imitación y la posterior liberación está tan sujeto a crisis y rupturas como el del sexo.” George Steiner, Lecciones de los Maestros.


Cuando alguien te enseña un montón de cosas, le querés muy fuerte. En algunos casos, llegás a alimentar altas fantasías. No sirve apenas dejar pasar el tiempo con la esperanza de que los sentimientos se disuelvan. Puede que, en cambio, se pudran, o que se congelen en un eterno presente ilusorio, si falta la determinación de abandonarlos.


Los mirás con pena, son tan preciosos, acariciás en tu memoria unos recuerdos, ciertas imágenes… y todo eso basta para encender nuevamente las brasas de la ilusión, mientras tu objetivo se aleja a toda velocidad en sentido contrario. ¿Cómo tomar esa decisión? ¿De dónde sacar fuerzas para echar agua y convertirlo todo en cenizas?


Aturdirse con otros estímulos, alejarse físicamente, enojarse por dentro y por fuera, todos recursos que alivian circunstancialmente pero no resuelven. Mirar a la cara al monstruo, construir otro vínculo con esa misma persona, demoler el ídolo y empezar todo otra vez.


Hay un momento en que ponés los pies en el mar y no entendés quién avanza y quién está inmóvil. Podés no saber si son los pájaros que se alejan o vos que te caés, podés hundirte en un cielo estrellado. Es recíproco (etimología según Joan Coromines: que vuelve atrás, que refluye). El mismo efecto podés producir en un vínculo, no entender ya quién da y quién recibe, estar en todos los bandos, ser quien enseña y quien aprende. Ese parece ser un buen primer paso para escapar de la trampa de la idealización.

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