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Alimentar la insatisfacción


Food art, de Sarah Illenberger

No estoy satisfecha. Ni con mis logros, ni con mis preferencias, ni con mi forma de ser y estar en el mundo, de relacionarme con el entorno y los demás seres. Podría dejarme tomar por la frustración de no haber llegado a la plenitud; sin embargo, cuando me encuentro con alguien que siente esa satisfacción, me desmotiva por completo a alcanzarla.

No es que me aflija la felicidad ajena; simplemente me decepciona el alto en la búsqueda, dejar de perseguir, declararse en completud, que es como jubilarse de la vida. Cuando todo está como lo quiero, una fuerza que puedo pintar como un diablo inquieto me instiga a preguntarme por qué lo quise de esa forma, a investigar mis gustos para descubrir qué se esconde en ellos, y qué nuevos deseos pueden nacer y sorprenderme.

El mágico instante de nacimiento de un deseo inusitado lleva consigo un temblor de tierra y un cosquilleo interno. A medida que vamos creciendo y conquistando deseos, sabiendo -o creyendo saber- mejor lo que queremos, cada vez es menos frecuente experimentar el asombro que conlleva el nacimiento de un nuevo gusto.

Hace poco volvieron a acecharme unas ganas que durante años estuvieron adormecidas. Algo las despertó y su retorno parece definitivo. No les exijo que muestren sus documentos ni pido explicaciones, internamente sé que quiero hacer espacio para que crezcan, para que cambien, para que eventualmente sigan su curso transformándolo todo o transformándome a mí.

En la soledad de mis pensamientos le doy de comer a mi insatisfacción, no para adormecerla, sino para mantenerla bien despierta.

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