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Nomadismo


Uniforme, de Claudia Casarino

Cuando viajo hacia un país denominado desarrollado, me maravillan muchas cosas y otras me espantan. Me imantan y me repelen en proporciones iguales.

Cuando viajo hacia una zona rural, un poco más salvaje, mucho menos poblada, el abrazo es intenso y las ganas de quedarme crecen. Aunque mi pertenencia a Buenos Aires es claramente vincular, debido a las personas que llenan mi vida, confieso que me gusta el pulso de mi ciudad. Corre sangre. En todos los sentidos. Las cosas se están haciendo acá, están en proceso. Nada está dado.

Entre esos dos extremos, lo salvaje y lo ultra civilizado, está el nomadismo. La posibilidad de vivir viajando, de desplazarse de un lado a otro, de salir a buscar las experiencias a contrapelo de lo que proponen las sociedades actuales, profundamente sedentarias, que producen individuos con los pies atados a su territorio y a todos los bienes que lo van poblando.

Sin embargo, existen otras formas de viaje. No sólo recorriendo kilómetros de tierra, sino también con la imaginación. Según Deleuze y Guattari, esto se llama nomadismo abstracto, y alude a la posibilidad de trasladarse sin moverse del lugar en que se está. Ellos lo consideran una forma de resistencia móvil ante lo estático, ante lo que nos ata al suelo y al comportamiento previsible. Porque atravesar distancias en lo filosófico, en lo político, en lo artístico, aunque sea un ejercicio de la imaginación, promueve nuevos comportamientos.

Cuando estos comportamientos se ponen en práctica, no sólo se crean nuevos escenarios sino que se generan nuevos encuentros, en consecuencia nuevos acuerdos. Entonces el viaje deja de ser tan abstracto, comienza a tener un peso específico, aunque no se desplace une de un lugar físico a otro sino de una forma de ser a otra.

No existe pausa en mi nomadismo abstracto.

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