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Acariciando lo incierto


Homesickness, de René Magritte

No me atrevo a empezar. Porque quién me asegura dónde termina esto, dónde llega a buen puerto, cómo continúa…

La comunicación florece y busca transmitir experiencias: la sensación de uso de un objeto, el recuerdo que te va a quedar después de consumir un servicio. Y vos te vas especializando en afinar la puntería, porque te hablan todes tan alto y con términos tan expresivos que si no disponés de un colador bien fino te la pasás comprando promesas.

Ahí surge la necesidad de tener el mapa y el itinerario, la trayectoria servida, los puntos de descanso, los medios de transporte, incluso enumerar las aventuras. Se instaló el afán de anticipar la experiencia con una descripción exhaustiva, garantizar la risa o el llanto. Como consumidores exigimos saber, conocerlo todo antes de comprar, no solo por miedo a ser embaucados, sino para minimizar lo desconocido. Como si realmente tuviéramos certeza absoluta de hacia dónde vamos, o qué queremos, o quiénes somos.

Escribo y explico. Todo lo dejo claro, porque en la brecha surgen fantasmagóricas posibilidades. Arruino la sorpresa por no dejar espacio a lo desconocido, que es amenazante. Sin embargo, me falta algo. Tal vez ese atisbo erróneo, ese vaticinio fallido, esa esperanza frustrada, esa posibilidad incierta me hayan enseñado más hasta ahora de lo que puedo poner en palabras; existe la chance de que sean tan necesarios como los escalones que me conducen a la comodidad de las certezas.

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