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Seguir soplando


Esculturas de caramelo

Es la tercera vez que escribo sobre inflar globos. O mejor dicho: que uso ese acto como metáfora que ilustra sensaciones y conductas. Ya escribí sobre la dificultad de dejar esa tarea por la mitad, para terminarla más adelante. Se me ocurren un montón de cosas que se comportan de la misma manera, entre ellas la construcción de un castillo de arena a la orilla del mar: si no lo hacés ya, es posible que pierdas los cimientos y tengas que empezar todo otra vez.

También escribí sobre las cosas que funcionan de manera opuesta, como si al globo se pudiera darle un soplido de vez en cuando, sin pensar mucho en el resultado inmediato, y que mantuviera el tamaño conquistado y nunca decreciera con el tiempo. Gran característica esa, que los globos no tienen, pero sí algunos escritos.

Y esta vez pienso en el primer momento de soplar, en el que invariablemente es la parte más próxima a la boca la que se inflama, mientras que una fina tira de goma cuelga de la pequeña vejiga hinchada. Por un buen rato soplás y soplás, pero no ves cambios. A lo sumo la cola de goma se zarandea un poco, se encoje mucho más lentamente de lo que vaticinarías, mientras las paredes de la vejiga se adelgazan más de lo necesario (pensás), teniendo en cuenta que existe toda esa goma disponible al final.

De pronto la cosa agarra velocidad y contemplás con asombro la desaparición de la colita. Ahora es todo globo. Y es una gloria ese momento. Te olvidás inmediatamente de las penurias pasadas hace un instante, cuando sudabas al ver que nada cambiaba (eso parecía, pero en realidad sí, lentamente). Y como te olvidás tan rápido porque salió el sol y hay que salir a aprovecharlo, sin que medie más que un suspiro arrancás la próxima tarea con la misma expectativa que se frustra la mayor parte de las veces: “esto va a ser fácil y rápido”. Y lo cierto es que muchas actividades se comportan igual que el globo, al que durante mucho tiempo parece sobrarle esa colita, colgarle de la vejiga que crece perezosa. Sólo que no podés cortarla, y si la anudás perdés gran parte del contenido.

Lo que está más cerca, sufre cambios más visibles al entrar en contacto con nuestro soplido. Si simplemente seguís soplando, en vez de soplar más fuerte y quedarte sin aliento a mitad de camino, tal vez evites el desmayo e incluso consigas llegar a lo que está realmente lejano.

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