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Mirar arriba

Vista del cielo desde la Biblioteca Nacional, por el arquitecto Clorindo Testa

Cuando levantás la mirada en la ciudad hay un recorrido visual hasta encontrar el cielo. Primero las calles, después los edificios, por último las azoteas, cables cruzados, antenas, finalmente un embudo de cielo. Tus ojos chocan con las cosas en vez de ir a su encuentro. Te acostumbrás a la miopía de ver muy cerca, casi nunca más allá de la distancia que te permite distinguir el número del colectivo, raras veces el horizonte con el sol al fondo. El foco está siempre a unas decenas de metros, salvo cuando mirás hacia arriba.

Si hacés el ejercicio de mirar al cielo vas a descubrir algunas cosas: primero, tu cuello va a hacerte percibir si practicás esa posición a menudo o si se trata de una rareza. Después, es posible que sientas el descanso ocular y cerebral de hacer foco a lo lejos, en una nube pasajera o en la inmensidad celeste. En un tercer momento vas a ver una multitud de circulitos encadenados que sin duda son tuyos, porque si movés los ojos te acompañan con cierto rebote, como si estuvieran unidos a tus globos oculares por invisibles resortes. Más allá de eso, dependiendo de tu capacidad de atención y colaboración en el ejercicio, podés descubir el movimiento de esa masa de aire, mínimas partículas resplandecientes, las evoluciones de un vapor que hace bailar la quietud, la respiración de los árboles alrededor de la copa…

Pero difícilmente encuentres esta profusión de elementos en el pequeñísimo embudo de cielo que cabe entre una vereda y la otra. Hay que salir a buscarlo; peregrinar hacia un cielo menos contenido puede ser una manera, o también sacar un telescopio por la ventana. Como dice una máxima hindú que DeRose siempre cita: “Si el piso tiene espinas, no intentes cubrir el suelo con cuero. Cubrí tus pies con calzado y caminá sobre las espinas sin incomodarte con ellas”.

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