La foto de la montaña
Artistas pintando en las montañas blancas, de Winslow Homer
Cuando sacás una foto lo que hacés es agregar un piso, un techo y paredes al infinito. Entre las montañas, ese efecto destruye lo anómalo del paisaje inclinado: tu horizonte es de líneas oblicuas que se encuentran, todo tipo de “v” cortas, y vos misme estás en una u otra arista de ese triángulo invertido (o no), con lo cual la pérdida de referencia es completa. Pero cuando tratás de inmortalizar esa inquietante sensación en las redes sociales, te encontrás apenas con otra foto más de montañas.
Toda foto es una traducción. Las traducciones siempre aplanan un poco, si bien pueden sumar su propio relieve también. Cuando contás un hecho hacés algo parecido, ponés en palabras lo amorfo de las percepciones, y eso que esas percepciones en nuestro cuerpo hablador prácticamente nacen acompañadas de palabras silenciosas.
Encajás los hechos en sus cajitas al narrarlos, y las sobras que se curtan, porque no sos fanátique de la perfección. Sólo que… a veces la magia está justamente ahí, en esos planos inclinados sin ninguna horizontalidad de base que te despistan en el paisaje de montaña, en esos rebordes incómodos que no lográs retratar en palabras, en todo lo que no cierra y desborda la prolijidad del envase.
Ya tengo la costumbre de mirar lo que no se puede decir, lo que incluso yo no consigo expresar, pero que está acá y me acompaña en mis días con su solapada pero indudable existencia. La sinceridad no puede consistir en expresar lo indecible, así como la belleza de la foto no podría yacer en atestiguar la infinitud. La opción que me queda es apreciar con el rabillo del ojo, y sentirme tan afortunada por disfrutar lo que las lentes y las palabras no abarcan.