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Aburrimiento


¿Seguirá existiendo el aburrimiento? Cuando escucho esa palabra me traslado instantáneamente a mis vacaciones en los primeros años de la escuela primaria. Las imágenes que acompañan ese recuerdo físico del calor porteño son un ventilador de pie con los bordes redondeados al mejor estilo años ’80, muy cerca de mi cara y mis manos, y la curiosa pantalla de TV que aparecía cuando no había señal. En su momento, la programación televisiva arrancaba a la tarde. Eso hacía aún más demorado el paso de las horas matinales, lentas marmotas chapoteando en el solazo de diciembre. No quedaba otra que esperar, acostumbrándose a la nada o combatiéndola con más actividades para las cuales se requería una mínima chispa de creatividad, de antemano boicoteada por la humedad y la sensación térmica.

Me pregunto cómo se aburren los niños de hoy. Dónde está su momento de espera sumida en la nada, y si su falta se sentirá de alguna forma. Pero antes de investigar a los niños miro a los adultos y encuentro un remanente sospechosamente parecido a la lucha por combatir el aburrimiento de un infante: evitar a toda costa el horror al vacío, adquirir un compromiso tras otro y llenar los huecos con distracciones que puedan ser aprovechadas en un estado de relativa pasividad, aun cuando el cerebro esté frito.

Los niños de hoy no se aburren. Ese es mi prejuicio de adulto que no hizo la tarea, que no es especialista, que no investigó el caso, ni siquiera superficialmente. Mis fundamentos para afirmarlo yacen en la mera comparación con mi experiencia pasada, ya que la bendición del aire acondicionado e internet (la tele permanente) es casi omnipresente. ¡No pueden aburrirse! No sería justo para mi generación, que penó por la ausencia de esos recursos. De repente, un pensamiento filoso: si mi generación se aburría, ¿cómo lo haría la generación de mis padres, en los lejanos días de la radio? Desde su punto de vista, nosotros teníamos todo al alcance para nuestro divertimento en las horas vagas. Y ni hablar de retroceder al tiempo en que no existía la radio siquiera.

Deduzco por comparación que aún existe el aburrimiento, que siempre estará acechando a los niños en el intervalo de su interés, en el decaimiento de su poder de foco, que tal vez sea un descanso merecido para sus pequeñas neuronas exhaustas.

Los adultos sabemos cómo mantenernos ocupados, quizá sea lo que mejor aprendemos. Y eso, entre otras cosas, acelera mil veces la velocidad del reloj. Nada mejor para recuperar la conciencia del tiempo presente, de su perezosa marcha, que algunos instantes de aburrimiento sostenido.

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