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La casa en las ramas


¿Cuánto tenés permitido cambiar? Entre los veinte y los venticinco esperás haber decidido tu vida, imaginar un futuro, con algunas posibilidades de cambio como ramificaciones del tronco principal, pero nada de plantar otro árbol. Esas cosas son complicadas, y empezar de cero después de los veinticinco te parece un poco alocado, por no decir desajustado.

Pero mirás alrededor y ves personas de veinticinco, cuarenta y cinco y setenta y cinco con vidas camaleónicas, con ocupaciones que no alcanzan a ser explicadas en una charla de café, con mundos que nacen y se destruyen a su alrededor vertiginosamente, entornos mutantes y predisposición a vivir en lo inestable. Ellos existen, y se multiplican.

De chico te fascinaban las casas montadas en los árboles, trepabas y construías con la suerte de tu lado y las probabilidades en tu contra. Ahora sos grande, o por lo menos más grande, y si bien la sal de la vida te lleva a hacer equilibrio en la cornisa, ya te cansás por anticipado de imaginar todo ese esfuerzo para no trastabillar. Y yo pregunto: ¿no conlleva un esfuerzo titánico mantener esa casa de cimientos firmes, siendo como sos heredero de los peces, pariente de las aves migratorias, un ser que desconoce la pulsación de las piedras y a duras penas concibe la vida de los árboles?

No le pongas al lado algo que compita: a eso se resume el mecanismo de elección que aprendimos a aplicar en todas las áreas. En vez de servir la suculenta mesa y escoger entre los más diversos alimentos -probablemente varios- limitamos el menú a un par de opciones, a cual menos tentadora, facilitando la decisión a costa de renunciar a sabores ignotos. Pero cuando sos chico no descartás nada: hacés danza, pintura y música con auténtica fruición hasta que entrás en el plan adultez de estabilidad, unicidad, previsibilidad… Y un día te encontrás añorando la precaria casita suspendida entre las ramas.

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