Meter los dedos en el enchufe
Coryphee Resting, de Edgar Degas
Hace tiempo que dejé de querer entender la lógica de algunos impulsos, algunas ganas que desorientan con su imperiosidad y al mismo tiempo con su falta de ubicación.
Cuando era chica iba al estudio de danza de mi madre y contemplaba con extraña tentación el espacio entre la barra y la pared. Entre una clase y otra, lejos de las mil miradas que cuidan a los niños, probaba meter la cabeza en ese espacio justísimo, con gran riesgo de no encontrar el camino de salida, lo que dependía de una particular acomodación para no machucar las orejas. La desesperación llegaba casi siempre, y algunas veces tuve que gritar pidiendo auxilio.
Ya desde aquella época me desconcertaba la naturaleza de esa adicción. Me entregaba a ella con una mezcla de coraje y miedo, el desafío diario que si no se acepta te hace quedar como un gallina ante vos mismo. No lograba distinguir qué era peor: si padecer la cobardía o angustiarme dentro de esa prisión ridícula, autoimpuesta.
Más adelante me enfrenté a otras pruebas, pero casi siempre elegí la obediencia a los consejos de mis padres. Confiaba sinceramente en ellos, y llegué a quedarme sola en el cuarto de una amiga mientras ella y todos los invitados miraban una película de terror, orgullosa de mi fuerza de voluntad, aunque la verdad es que nunca me tentó ese género.
No basta que algo esté prohibido para que me atraiga. Nunca metí los dedos en el enchufe. Por eso, cuando viene esa mezcla de desafío, coraje y temor, necesito parar y analizar un toque de qué se trata, y aceptar que algunas ganas no encuentran justificación lógica, como cuando uno acaricia la noción de infinito aunque ese concepto le enrede el cerebro.