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Mi lugar, parte XV


Dalí y el rinoceronte

A diferencia de lo que ocurre con las flores domésticas, no sirve regar a una flor de mi lugar. Ella toma lo que necesita de la lluvia y el aire.

¡Es tan fácil! Hay sólo dos caminos que se abren ante la decadencia de una flor: darle más agua o darle menos agua. Si pese a todo se continúa marchitando, es porque no está en nuestras manos prolongar su existencia. Aunque cueste asumirlo.

Casi todos buscamos un poco de carnaval por año, aunque no nos guste el carnaval y nunca hayamos participado de uno. Un poco de olvido ocioso y despreocupado, de dulce entrega al abandono de las convenciones y los papeles. Y en el caso de una flor… bueno, ahí se complica: las flores nunca se olvidan de su esencia vegetal, no juegan a ser animales como en cambio lo hacemos los seres humanos.

El tallo que las sostiene erguidas puede curvarse con la carga de una cabeza poblada de pétalos y estambres, pero nunca se inclina por desidia o egoísmo, nunca para que ese delicado conjunto de piezas fértiles otee el polvo en busca de un destino menos noble o siquiera útil…

No es tarea sencilla ocuparse de la fragilidad de las flores silvestres de mi lugar, sobre todo si uno es rinoceronte. Por abordar sólo un punto, el diámetro de las plantas de los pies demanda una atención minuciosa a cada pisada, con la consecuente renuncia a toda espontaneidad. Si fuera deseo del rinoceronte salir por ahí bailando y saltando, esto acarrearía un miedo pánico en la comunidad floral. De tal forma, los individuos más cuidadosos tienden a ser menos espontáneos, y la felicidad que les brinda saber que están preservando la existencia de las flores es en cierta medida contrastada por la falta de libertad de movimientos que padecen. Por eso, la conducta que observan los rinocerontes en mi lugar consiste en ir a bailar muy lejos de las flores, y después visitarlas llenos de sudorosa alegría, con ganas renovadas de pisar suave, para variar.

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