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Parientes lejanos


Linocut Bear, de Lieke vvan del Vorst

Los animales no paran para festejar. En un instante ven la vida agarrada de un hilo, y al siguiente el refugio oportuno donde alimentarse. Y sin embargo, todo continúa con la misma aparente naturalidad, cambio hormonal mediante, muerte y vida yuxtapuestas sin transición ni análisis.

No hay reconocimiento al esfuerzo más allá de los frutos que a veces se encuentran por ahí, desparramados aleatoriamente o según la ley de la selva, a la que ingenuamente llamamos ley. Nuestra concepción de justicia es risible desde el punto de vista de la naturaleza. En ese contexto, imagino la felicidad ligada a la pura supervivencia, a la satisfacción de deseos más o menos inmediatos y al encuentro de placeres impensados.

Cuán distinta es nuestra vida de humanos civilizados, cuánto podríamos incorporar de esa vida salvaje en aras de una fruición más rica del presente. ‘Tenemos psiquis’ me dirán, ‘tenemos otras necesidades…’, y al mismo tiempo siento que esas otras necesidades son un tejido agregado a la trama básica que nos emparenta con nuestros hermanos del reino animal. Apreciamos una gama mucho más vasta de elementos, como la compañía de otros seres, la diversión, el arte, la calidad de las cosas (no nos conforma cualquier alimento ni cualquier compañía), pero somos frágiles al punto de precisar una palmadita en la espalda después de cada realización, independientemente del buen resultado.

Nos esforzamos por premiar el esfuerzo y castigar la desidia o la negligencia. No condeno esta forma, sólo me pregunto hasta qué punto tenemos chance de sobrevivir en sistemas menos regidos por una ética determinada. En el fondo, la mayor parte de las decepciones se dan cuando descubrimos que la ética del otro es distinta a la nuestra, y eso ocurre prácticamente todos los días. ¿Cómo nos conduciríamos si nuestro interlocutor fuera un oso?

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