El efecto sorpresa
Ilustración de Hollie Chastain
Siempre me pregunté si uno es capaz de contarse una historia a sí mismo, si es posible escribir una novela que haga atravesar al propio autor las experiencias con la intensidad con que las viven los lectores. ¿Podría uno escribir una historia que lo hiciera sufrir y reír con los personajes, e incluso temer por ellos? Y eso me llevó a pensar en el efecto sorpresa.
Hay mecanismos que se inhiben cuando anticipamos el próximo acontecimiento. Conocer la cara de Alien, observarla en detalle antes de pasar por los interminables minutos de suspenso previo a que el bicho se revele inevitablemente amortigua gran parte del susto. Las cosquillas autoinfligidas son inocuas, redundantes, como si te tiraran a la pileta recién salido del agua. Sin gracia.
Por eso la sorpresa tiene su función reveladora, en el sentido de que da lugar a percepciones, sentimientos, realidades que sin ella pasarían inadvertidos. A veces hacemos de todo para ahorrarnos ese momento; la sorpresa asusta por su imprevisibilidad, obviamente huye a todo agendamiento y en general en un primer instante produce el efecto de un baldazo de agua fría. Pero hablemos un poco del agua fría en el cuerpo: pasado el shock inicial, se hace querer, la sangre empieza a circular más rápido, el cuerpo se despierta, la piel parece respirar con todos los poros, un motor interno se pone en marcha y cuando salimos no hay rastros de desidia. Algo similar ocurre con las sorpresas, activan, sacuden, y pasado el susto inicial la vuelta a la calma es reconfortante y con un grado mayor de lucidez.
Doy una vuelta, estoy tan feliz que siento que nada malo puede pasar, y en ese preciso momento de gloria me llevo un susto que me toma con la guardia baja, como siempre hacen las sorpresas. Temo por mi recuperación, me reprocho haber bajado las defensas, reviso todos mis actos previos para detectar la falla que me expuso… hasta que descubro que la sorpresa es un cachetazo hacia el futuro, no hacia el pasado. Mi campo de acción se abre hacia adelante, hacia atrás encuentro apenas cenizas de lo que fue y ni rastros de lo que pudo haber sido.
Siento una reminiscencia en la mejilla de ese cachetazo, pero ya pasado el impacto, la sangre corre rápido, los poros respiran, el estado de alerta se redobla, tengo una necesidad amplificada de compartir mi estupor y, tal vez, de sorprender a otros.