El poder del augur
Había una vez un personaje conocido en toda la comunidad por su actividad: profetizar y concretar profecías. Él se tomaba muy en serio su tarea de develar los designios del futuro, y apenas lanzaba una predicción se apresuraba a ayudar al destino a cumplirla, por las dudas.
Desde pequeño, todas las mañanas conducía su pensamiento a lo desconocido, intuía los eventos por venir y se preparaba para la acción. No es que no confiara en la veracidad de sus visiones, pero temía la ineptitud de los hombres más que la suya propia. No restaba poder de destrucción al malintencionado o al lerdo, por lo cual se disponía pacientemente a secundar con acciones preventivas la consecución de las realidades que había predicho.
Pronto su fama se desparramó y, con la anuencia de sus padres, toda la comunidad se hizo habitué de la casa del niño predictor; al principio la mayoría lo visitaba una vez por año, después cada mes. Algunos especialmente inseguros o propensos a repetir las mismas rutinas todos los días, viciosos u obsesivos, se transformaron en feligreses diarios, a cambio de una módica paga. Y con eso los padres soñaron con construir un nuevo hogar.
Al ser consultado sobre cuán posible de concretarse era ese sueño, el niño dijo que el futuro les deparaba únicamente aprietos económicos. Los progenitores, extrañados, temieron que las capacidades del adolescente estuvieran menguando. Él explicó que, a medida que su trabajo aumentaba, no le alcanzaban las horas del día para supervisar la concreción de tantas predicciones lanzadas al aire en dos minutos, pero que llevaban días y años para hacerse realidad. Les dijo que tiempo era dinero, y que para conseguir llevar a cabo su trabajo estaba usando gran parte de la ganancia como paga para otros obreros del futuro, que lo ayudaban en su tarea de constructor de mundos posibles.
Fragmento de El jardín de las delicias, de El Bosco
Entonces contrataron a un afamado mercader de la zona, que comerciaba incluso con otras comunidades, para buscar una solución al asunto: éste recomendó multiplicar los precios por diez.
Así se hizo, y la clientela del vidente no disminuyó, apenas cambió un poco. Sólo que estos nuevos clientes provocaron vaticinios más ambiciosos y, así como los ingresos aumentaron, también lo hicieron los gastos para concretar esas realidades grandiosas. La familia seguía en la misma situación económica que cuando el niño empezó su actividad profesional.
Un buen día, el niño ya adulto, la comunidad floreciente gracias al trabajo que habían generado las profecías y su cuidado paciente, el vaticinador salió de paseo y entró en un comercio cuya existencia había visto en sus sueños. Los empleados lo reconocieron y apartaron la mirada incómodos. Le pareció raro, porque creía haberse ganado la gratitud de la comunidad entera. Pero siguió adelante con su paseo, adjudicando el hecho a humores pasajeros. Fue triste comprobar que en todas partes la reacción al encontrarlo era similar. Entonces condujo su mirada penetrante a lo desconocido y descubrió que las personas a las que había ayudado desde hacía años no deseaban verlo, les pesaba su presencia como una deuda viva y creciente.
Descubrió que su trabajo era similar al del titiritero de un gigantesco teatro, que apenas se marchara dejaría inertes a sus muñecos. En todos esos años había alimentado con paciencia una dependencia total de los habitantes de su comunidad, y el que es adicto nutre un sentimiento contradictorio hacia su objeto de adicción.
Entonces decidió marcharse, hacer un largo viaje para perder de vista sus profecías, que no obstante lo seguían a todas partes. Sólo que ya no se esforzaba más por ayudar al destino, dejaba que las cosas siguieran su curso. Al moverse de un lado al otro, nómade de la vida, se iba a tiempo como para evitar descubrir si lo predicho se cumplía. En los lugares por los que pasaba los decepcionados se multiplicaban, pero él no estaba más ahí para escucharlos. Por eso nunca comprobó que su poder residía en sus acciones más que en sus visiones.