El vértigo del comienzo
Limit, de Liliana Porter
Tengo trece. Voy caminando. Llego al taller de pintura donde mi maestra Susana me espera con un mate y música sonando. El perfume de óleos, acrílicos y aguarrás impregna cada rincón. La ventana que se abre de par en par mira el barrio de Almagro. Preparo todos los utensilios y pienso: “cómo puede ser tan difícil”.
Mi última pintura ya abandonó el caballete, y es hora de estrenar bastidor. Me apremia acortar esos pasos hasta llegar a tocar con el pincel la tela, pero al mismo tiempo una morosidad involuntaria me impide acelerar. Se acerca el momento de agregar una raya más al tigre y francamente estoy dudando de mi capacidad. Visto así, con lupa, parece un momento decisivo, relevante en esta historia, y sin embargo no es más que la repetición del gesto de empezar otra vez, cuando algo se terminó.
Cada vez que termino algo me agarra la duda. No sé si soy capaz de empezar lo próximo, llego a cuestionar las herramientas que precisaré, si voy a pintar con acrílicos o con pigmentos, si voy a usar tela o madera como soporte, si mi pintura será un cuadro o un objeto o un poema…
Como amante de la pintura he sido mejor apreciadora que creadora. Veo la producción a lo largo de seis años de fluida dedicación y siento una mezcla de pudor y ternura, como cuando encontrás por ahí los garabatos del niño que fuiste, pero yo ya no era niña entonces. Sin embargo, ese ejercicio de terminar y empezar, de pegar la cara al vidrio de la incertidumbre ante el próximo paso, me enseñó a perfeccionar el gesto inicial, que consiste simplemente en dejar las preguntas para otro momento y apretar despacito el acelerador de las respuestas.