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Disculpas


Hombrecito regando el jardín, de Liliana Porter


Me gustan las disculpas cuando revelan "quiero ser mejor que esto, no estoy de acuerdo con esto que fui, quiero ser distinto." Cuando abren una ventana a otras posibilidades.


Me gusta pedir las disculpas cuando el otro no se las espera. No me gusta nada demorar lo esperado, sentir que hay un muro hasta que no llegue el perdón. Menos aún me gusta ser yo el que demanda, el que espera y desespera por el perdón que el otro no sintió necesario invocar.


Pero algo que las disculpas siempre declaran es una voluntad de seguir juntos, de encontrar un paso, una distancia y un ritmo posibles de compartir. Confieso que no me importa mucho si las disculpas son "sinceras", porque sé que en el peor de los casos demuestran un deseo de reparación.


No siento que pedir disculpas deba necesariamente significar un cambio definitivo, para nunca más hacer lo que generó malestar. Me encuentro pidiendo disculpas ante una incomodidad que no entiendo, y en esos casos necesito tiempo para recalcular. Si llego a darme cuenta de que estoy de acuerdo con mi accionar, me alegro doblemente de haber pedido disculpas a tiempo, porque no perdí un segundo para expresar mi voluntad de anuencia.


Hasta ahora nunca me negué a dar ni a recibir perdón. Algunos tenemos una vida que, aunque pueda parecernos ajetreada desde adentro, ¡es tan apacible en comparación con vidas en guerra o exilio! Hasta ahora, el grado de la afrenta no justificó jamás una negativa de disculpas. Si me demoré en darlas o aceptarlas por orgullo terminé avergonzándome, lo que es tanto más duro que dar la razón al otro. ¡Y la razón pasa de mano en mano con tanta facilidad!

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