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Ícaro

Me imanta el coraje de enarbolar el sinsentido de los gustos personales, de las preferencias inusitadas, sin necesidad de hacerlos encajar. La capacidad de sentir una inclinación del terreno, correr a ponerse el casco y acompañarla con entrega.


Es como decir “soy esto… y lo otro”, lo que tiene toda la coherencia porque lo múltiple nos habita, por mucho que queramos domesticarlo. Cosas contradictorias pueden fascinarnos, y si no vamos hacia el fuego, como hacen las mariposas de noche, al menos acerquémonos a calentarnos la piel.


Ícaro tenía alas precarias, y la atracción del sol lo condenó a la caída. Esa es la primera narración que yo conozco —pero debe haber muchísimas anteriores— que habla de la fascinación del peligro, o tal vez de la inconsciencia.


Empecé hablando de las aparentes incoherencias del gusto, y de pronto aparecí en el terreno de la adrenalina y el riesgo. Es que me parecen formar parte de la misma familia, y no puedo evitar sentir curiosidad ante el placer por lo que desafía la (aparente) seguridad de la existencia. Tal vez la clave esté en ese paréntesis que precisé agregar, tal vez incomode un poco la incertidumbre de no saber dónde está el peligro, o cuándo se revelará, y por eso buscamos hacer más tangible ese fantasma, darle forma, lugar y tiempo limitados. Y sobreponernos a ese desafío, con la victoriosa sensación de que pasó la tormenta.


En la vida cotidiana, cuando pasa la tormenta llegan las pruebas del sol, y si no aparecen con claridad podemos evocar la experiencia de Ícaro. Para no repetirla, lejos de renunciar al sol, voy a contratar a un grupo de ingenieros para ayudar a Dédalo en la construcción de mis alas.

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