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Esquivo optimismo


Choros, de Michael Langan

Hoy nos sobra, mañana nos falta. Y el viceversa que siempre tranquiliza… a algunos.

No me sale el optimismo, nací sin esa capacidad. Y es un problema, porque comprobé la habilidad que tenemos de crear mundos a imagen y semejanza de nuestra fantasía. Entonces, ¿cómo hago para fantasear con posibilidades deseadas desde una personalidad que se inclina al pesimismo?

La pregunta fue muchas veces formulada en voz alta y respondida con amables especulaciones, totalmente carentes de sustento en las leyes de la probabilidad, que terminaron sembrando más inquietud en vez de despejar los nubarrones de la preocupación. (Para una mente calculadora no hay más desasosiego que el de intentar entender el optimismo desde un lado racional.)

Mi respuesta, basada ya en décadas de autoestudio, es la siguiente: puedo ser optimista si estoy en movimiento. O sea: puedo imaginar la resolución de un problema cuando me pongo a buscarla, aunque ni siquiera vislumbre la salida. El hecho de mover el cielo y la tierra en procura de una respuesta me hace confiar en el porvenir. Agarro mi canasta de provisiones y me embarco en una expedición que probablemente dure mucho más de lo esperado, en la cual será necesario aprovisionarse nuevamente, hacer paradas estratégicas, volver al punto de partida porque arranqué para el otro lado… Encaro todos esos inconvenientes con optimismo, porque estoy en actividad, en evolución, aunque los atajos me esquiven y los errores vengan a mi encuentro.

El optimismo siempre me encontró en movimiento. Y pensándolo bien, tal vez eso no se llame optimismo, sino la llana constatación de que cuando me muevo, las cosas suceden. Las cosas que yo quiero junto con las que nunca planifiqué, y que nunca querría; pero si no son las deseadas, al menos me doy el lujo de contemplarlas con el viento en los cachetes y a la distancia prudencial que yo elijo, porque tengo ruedas en vez de estacas.

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