Anatomía de la sensibilidad
La sensibilidad, ¿es algo más o algo menos? ¿Es una característica que se puede adquirir o es algo que se gana por la sustracción de una capa? En el segundo caso, ser más sensibles implicaría estar más expuestos, más en contacto lo de adentro con lo de afuera, parecido a un caracol sin su caparazón.
Soñé que me encontraba con un bebé robot en el ascensor. Su padre, orgulloso, buscaba la aprobación de los pasajeros. El bebé sonreía haciendo gala de todas las mañas infantiles. Yo miraba a los demás y comprobaba que uno tras otro sucumbía al hechizo, se mostraba encantado y admirado, felicitaba al padre, pensando secretamente, sin maldad, en las ventajas de poder desconectar al hijo a voluntad. Me preguntaba si mi falta de sensibilidad me impedía conmoverme, más allá de lo fantástico de la situación. Y descubría que, en mí, la sensibilidad era una construcción.
Nunca aprecié el abanico de características supuestamente aparejado a la portación de sensibilidad. Tanto los dibujantes compulsivos de corazones como el artista que padece el mundo son personajes de los que me he mantenido lo más lejos posible. Y sin embargo, este cambio de parecer con relación a cómo se obtiene la sensibilidad me hace repensar esa distancia.
El caracol sin su casa deja al descubierto su verdadera entidad babosa. Imaginármelo es suficiente para sentir repulsión. Pero si la sensibilidad fuera algo que se adquiere, una capa que se suma en vez de restarse, por ejemplo, las antenas del caracol extendiéndose, esa imagen me reconcilia con toda la idea, y descubro que lo que me alejaba no era la sensibilidad sino la debilidad que implica ese concepto, cuando se entiende como una resta.
Conozco algunas personas muy fuertes. Su sensibilidad tiene el poder de dar a luz a bebés con corazones verdaderos, puedo escuchar su latido desde mi casa, mientras escribo.