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Desde mi ventana


Windows, de Jaroslaw Grudzinski

Me despierto, hago mis rutinas matinales, salgo al balcón de mi casa y me pregunto qué voy a comunicar al mundo, a ese pequeño universo que me mira en las redes sociales, que es diminuto aunque se jacte de ofrecer posibilidades múltiples.

No sé desde cuándo esa pregunta pasó a integrar el mazo de rutinas matinales, pero es un hecho que ya adquirió ese status, aunque eso me incomode un poco (sin abrir ningún juicio sobre las redes sociales, lo que me perturba es que esta costumbre se haya colado entre los rituales diarios sin pedir permiso). Yo, como muchas personas, dedico un tiempo a vivir y un tiempo a comunicar mi vida. Para muchos no existe tal distinción: nacieron hipercomunicados y los lazos que tienden son tan tangibles como el vínculo que surge de mirar al otro a los ojos.

Esta reflexión que hago cada mañana, sobre qué decir y qué mostrar dónde, es algo que probablemente ya sea neurovegetativo en los más comunicados. Existe un paradigma que encarrila su deseo de expresión en un canal específico, que aparece evidentemente como el más indicado.

Paro, leo, me pregunto si no estaré quedándome atrás o afuera o lejos. Y al mismo tiempo pienso que si el precio de estar adelante o adentro o cerca es automatizar los mecanismos que me permiten elegir, equivocarme o incluso dar lugar a lo inesperado, no tengo problema en llegar más tarde, seguir tomando aire en el balcón o ir a dar una vuelta por ahí.

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