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Ver lo que se escucha


Oreja de mar

Yo enseño, y cuando enseño pongo música. Desde que empecé a hacerlo a los veinte -en ese entonces daba clases de pintura- las notas acompañan las lecciones y a veces se pegan a los contenidos de una forma inseparable: recuerdo los temas y me viene la música que pobló el momento.

Desde hace unos años, escuchar música se transformó en compartir música, casi como todo lo que hacemos últimamente. Claro que uno siempre tiene la opción de que nadie se entere de sus preferencias musicales, pero la tendencia es oír y dejar ver qué es lo que se oye. Las redes sociales se encargan de que tus gustos estén a la vista y, sin entrar en analizar lo que ganan las redes sociales con esto, me intriga qué pasa al compartir los gustos.

Pongo play. No pienso más que en musicalizar la clase adecuadamente, en brindar a ese pasaje de conocimiento un medio fluido para viajar… y en ese instante veo lo que otros escuchan. Mis amigos y conocidos, queriéndolo o no, le dicen a su mundo (ese pequeño mundo de las redes sociales que parece todo el planeta y no lo es) “estoy escuchando esto”. Y es demasiada información para procesar, suficiente con la clase que estoy dictando y la música que estoy eligiendo como para dejarme llevar por las emociones que me produce cada tema que mis seres queridos escuchan, y lo que significa que ellos lo elijan.

Me pregunto si esto me abruma por ser de una generación anterior al boom de las redes sociales, en que algunas cosas se comparten sin pudor. No me refiero a compartir un desnudo, sino a la inocencia de contar qué ritmo está amenizando tu día, o qué serie vas a ver a la noche. Las cosas que nos gustan hablan fuerte de nosotros, y no puedo evitar sentir esa exposición de la intimidad como algo distinto y raro.

Llega la hora de mi clase, nuevamente me habla mi dispositivo contándome con qué canción bailan y con cuál se emocionan mis amigos. De pronto coincido con uno. Me sube un calor y quiero decirle ya mismo lo que está pasando, revelarle lo mágico de vibrar con la misma onda sonora a la distancia, pero no hace falta: las redes sociales hablan por mí. Termino mi clase con sensaciones que se contradicen, inspirada por la feliz coincidencia, apenada por sentir que no soy yo la primera en darle la noticia al otro.

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