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Amantes palabras


Lips, de Andy Warhol

Me preocupa la originalidad. Desde siempre me pregunto si estoy creando o estoy repitiendo. A veces me parece que estoy enunciando las palabras que otro pensó por mí, aunque tal vez nunca antes las haya escrito.

La pregunta que me hago es: si decimos lo mismo, ¿por qué hay dos de nosotros?

En la práctica, en cualquier conversación, no me parece relevante descubrir el origen de una frase y si realmente esa particular combinación de palabras es inédita. El poder del verbo depende de quien lo pronuncie, al igual que una espada mortífera sólo es eficaz en manos de un buen espadachín.

No existe el mensaje puro fuera del emisor ni fuera del tiempo. El mismo texto que le escuchaste repetir a tu mamá veinte veces sólo te pega por primera vez al oírlo en el supermercado, en la conversación de dos desconocidos. Y no se adivina tan fácilmente cuáles serán las circunstancias que harán de vos tierra fértil para plantar determinada idea.

Al decir algo te adueñás un poco de las palabras, y quien recibe el mensaje siente algo parecido a cuando le mostrás una foto de tu pareja. La pareja es tuya, siempre y cuando se admita esa noción de propiedad en relación con las personas. La pequeña diferencia es que somos volátiles con las palabras, nuestro compromiso con ellas es mil veces más débil que los lazos afectivos, y eso da lugar a una alta dosis de ambigüedad. Ante eso, algunos interlocutores sienten algo parecido a lo que experimentarían si les mostraras la foto de tu pareja en un par de días y fuera otra persona, así, sin anunciar nada.

Pero espantarse con esa ambigüedad o con los cambios repentinos es como ver un acto de adulterio donde el otro solo vio inocente diversión. Personalmente me encanta dar peso a mis palabras, pero considero sabio al que logra desapegarse de las palabras de los otros tanto como de sus momentáneas compañías.

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