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Sin palabras


Cualquiera dice lo que piensa. Unos pocos piensan antes de decir, y muchos menos eligen cuándo, cómo y si decirlo, aunque lo piensen. Estos últimos tienen un poder: no son presa fácil de la máquina de pensamientos y emociones, pueden frenar la bola de nieve antes de que empiece a rodar.

¿Cómo se aprende? Hablando menos, es lo primero que se me ocurre. Pero no es garantía (me vienen recuerdos de silencios contenidos por largo tiempo seguidos por explosiones posteriores. A veces es incluso peor, la serpiente que se agazapa).

¿Pensando más? ¿Sopesando cada palabra y cada gesto antes de darles forma?

No exactamente. Más bien poniéndose en el lugar del otro y de los otros. En el lugar de todos los otros que están presentes, aun cuando tu lugar sea mínimo, o esté amenazado.

Y si sentís que los demás no están considerándote, ¿cuándo se vio que el pimpollo pida una pausa al viento para florecer? Las propias palomas que insidiosamente quieren instalar su prole en tu ventana no se ofenden de que las desapruebes y las trates como una plaga. Paciencia. A buscar otro lugar.

Una conquista que trae liberación es no tener que defenderse. No sentir siquiera la necesidad de imponer un punto de vista, de retrucar para hacer justicia con las ideas. Me gusta ver pasar las palabras, agarrar y soltar, tironear suavemente sin rasgar el clima, pero hace tiempo asumí que mis acciones hablan más fuerte y ahí es donde está puesto mi afán de construcción.

En las conversaciones creo ver las máscaras, también las mías, aunque en vías de desaparición. Es en el trabajo compartido donde termino conociendo a otros, sabiendo aun sin palabras.

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